Y muy ostensible; «que se note», que sea testimonio para muchos, de la eficacia del amor divino.
No es que vaya a pasar las horas pidiendo; sino que la mera presencia de un tal indigente, es ya ruego en sí misma.
No avanzo apentas… Y urge, urge el desarraigo. Sacar las raíces plantadas hace tantos años; no sólo cortar los troncos y segar los tallos débiles, nuevos… sino arrancar las raíces para siempre. Y eso sólo puede hacerlo Él.
Como siembre la biografía de un santo -esta vez la del P. Leopoldo Mandic, terminada esta tarde- me revuelve, me acongoja, pensando la enorme distancia que me separa de ellos, consiguientemente la merma de fruto, la infecundidad de mi vida.
Y no acepto una vida así. Y sé que Dios no quiere que la acepte, aunque en lo ya transcurrido deba resignarme, arrepentido, eso sí… Pero ¡lo venidero en la tierra! ¡Y la expansión eterna, con su fruto, mientras perdure gente en este mundo!
Cuaresma, Año Santo… invitaciones ciertas a la conversión, en plenitud de sentido…
Dado ue la «santidad sacerdotal» puede expresarse como «caridad pastoral», entre las muchas deficiencias que me encuentro, anoto como de muy acuciante enmienda la insensibilidad frente a los «otros». Sus sufrimientos…, y reacciono sin ternura alguna. Sus pecados…, y no siento el estímulo para buscarlos, para recibirlos, y especialmente para orar y expiar por ellos. Si no logro ayunar y privarme de muchas satisfacciones, es palmariamente porque no «siento» los pecados de los demás, ni como ofensa contra Cristo, ni como mal de ellos. Y porque no creo lo bastante en el valor de la mortificación. Un poco más de fe y de caridad me llevarían a un estilo de vida incomparablemente más mortificado, más pobre, más humillado,…
Mas evidentemente, esto sólo puede solucionarlo Jesucristo mismo convirtiéndome con su gracia interior, dándome contrición -pues ahí ha transcurrido mi vida entera, con muy lenta mejoría- y cambiando este corazón, una vez roto, por un corazón saturado de Espíitu Santo, firme y generoso…