En suma, por donde quiera que me vuelvo, vislumbro o constato claramente esta puerilidad enunciada al comienzo. Mis virtudes no están desarrolladas. Ello me hace sentirme tanto más culpable, cuanto que, como siempre, experimento la prontitud y exuberancia de las cosechas, apenas me abandono un poco a la acción divina. En la línea quebrada que presenta mi vida, cualquier época de una regular, mediana, fidelidad a la oración ha sido pródiga en frutos. ¡Si la fidelidad se hubiese prolongado años enteros, los espectáculos desarrollados a mi vista hubieran sido, sin duda, irresistiblemente maravillosos!
Ante la fidelidad actual, aun con breves -pero intensos- desmayos, me ocurre como algo extremadamente placentera, la imagen de mi vejez. Contra los sentimientos usuales, la vejez en sí, me ha resultado siempre la etapa más grata de la vida. La ancianidad humana es la etapa de cosecha, de madurez, acaso con el cuerpo derruyéndose, acaso participando en la Cruz de Cristo en cuanto a enfermedades y soledumbre; pero el hombre se asoma a lo definitivo, y lo definitivo no es algo neutro, sino que es lo genuinamente personal. La serenidad que tanto amo, sólo puede vivirse en ancianidad; sólo entonces puede haberse experimentado, en cuanto es posible al hombre, la realidad maravillosa de la vida humana, tejida por las manos paternales. Sólo entonces puede haber sido humanizado, y más, divinizado, este pobre cuerpo rebelde. He temido siempre, aun supuesta la salvación última, una época de vejez insatisfecha, arrancadas ya ciertas personas a nuestros afectos, ciertos objetos a nuestras codicias, ciertas operaciones a nuestras potencias. Pero ahora, cuando me contemplo avanzando hacia Dios, la figura de Narciso anciano me serena y regocija. Cuando maduras ya, tantas actitudes apenas iniciadas, alejado del mundo, rechazado por él, rodeado a lo más de esa atención ofensivamente benévola, pedantescamente superior, con que la gente circunda a los ancianos, este Narciso, ya plenamente cristiano, pueda tender su mirada irónica y serena, sobre la historia ya larga de su vida, sobre el ancho espectáculo de su mundo. Irónica y serena, porque tal continuará sin duda; pero a la vez ternísima -más que nunca- y sobre todo, amante como nunca, redentora sobre todo. Y todo eso como preludio, no más, de la entrada deseada y asegurada en el gozo total, personal, de esas Personas a quienes siempre ha deseado, de las que siempre ha predicado, a quienes nunca ha negado, ni aun en el centro mismo de los infernales círculos de los peores momentos de su vida.
(De sus Escritos).