Como suelo hacer cada año, el pasado 26 de marzo de 2012 asistí a la Eucaristía que se celebró con motivo del vigésimo primer aniversario de la muerte de D. José Rivera en la Iglesia de San Bartolomé, lugar en el que reposa su cuerpo. Como siempre, tenía muchas cosas que pedirle, y muchas intenciones que se me habían encomendado de otras personas, y allí se las puse todas, delante de su tumba, como hago siempre.
Entre ellas tenía un asunto muy complicado referente a un tema económico empresarial, asunto que venía encomendando hace tiempo a D. José y cuyas circunstancias habían ido empeorando a causa de la crisis económica. Este tema me estaba causando mucha angustia y sufrimiento y en el fondo de mi corazón flaqueaba la confiaba en Dios que todo lo puede. Se lo presenté a D. José como una reproche, como echándole en cara que no me estaba ayudando en esto. Recuerdo que me quejé ese mismo día con una persona con la que hablé de ello y que me insistió en que pidiera ayuda a D. José, me animó a ello aunque yo le decía que tenía la sensación de que él ya no me escucha.
Así con esa desesperanza volví a casa, y justo al día siguiente, sin hacer ninguna gestión, recibí una llamada telefónica de una persona que nos ofrecía una transacción económica que ha solucionado en gran parte el problema económico que nos apremiaba. Además, a la semana siguiente nos llegó un encargo de trabajo que nos ha supuesto también un buen respiro.
Doy gracias a Dios y a D. José porque tengo la certeza de que ha intercedido una vez más, superando mi desconfianza para hacerme ver, que desde el cielo las personas no se desentienden de los que estamos en esta tierra y, puesto que para Dios nada hay imposible, sólo tenemos que confiar, perseverar y estar abiertos a su voluntad que siempre es lo mejor para nosotros.