Hablar de una persona y resaltar algún aspecto de su vida, que más te impresiona, siempre es difícil, porque toda ersona, al fin y al cabo, es un misterio insondable. Y además, cuando queremos plasmar un detalle concreo en un trozo de papel, siempre corremos el riesgo de aislarlo y empequeñecerlo.

Cuando se trata, como en esta ocasión, de la figura de D. José Rivera, me parece todavía más difícil, porque él vivía en armonía personal muy luminosa y comentar un aspecto es entrar en inevitable conexión con todos. Todo se ilumina como un gran panorama inabarcable.

A salvo esto, quiero compartir con todos vosotros, que le conocisteis,  con quienes no le llegasteis a conocer personalmente, algún recuerdo que me impactó entonces y me sigue acompañando todavía.

Quiero recordar su manera de celebrar la Eucaristía. Todos los que le conocimos, sabemos que D. José no era nada afectado en sus formas externas, sino que sus modales parecían más bien toscos y cortados a pico. Su manera de andar, sus modos de hablar, sus movimientos todos… eran difíciles de encasillar y a la vez muy peculiares. A la hora de celebrar la Misa hemos de reconocer que no era un «figurín» precisamente.

Y sin embargo, una cosa sí nos impactaba a todos, desde que iniciaba la procesión de entrada de la Misa hasta el final. Su actitud interior reflejaba desde el primer momento una Presencia, que ya no le abandonaba; celebraba muy en la comunicación y la intimidad personal de los Tres. Era ciertamente impresionante cómo vivía hacia dentro del misterio, cómo se sumergía en el trato personal e íntimo con las Personas divinas. No le distraía nada de lo que sucedía a su alrededor, en la celebración de la Misa, pues él estaba atendo a esa presencia personal que ciertamente le eclipsaba.

Con sencillez y sin ñoñerías, mostraba en la vigencia de la Eucaristía una gran ternura y mucha capacidad de asombro: el ofertorio, la plegaria eucarística, la consagración y elevación… Siempre rocordaré su mirada penetrante de las especies de pan y de vino, en la consagración y elevación. Claramente sus ojos se encendían en ardor de fe.

Por último, todos recordamos cómo, después de la comunión, clavaba el mentón en el pecho y se hundía en adoración y en diálogo profundo con Cristo presente en su corazón. En ese momento parecía que el tiempo se había detenido, la eternidad entraba en el tiempo, asombrado y nervioso, comentaba enseguida «el cura se ha dormido». Todos sabíamos que ese era un tiempo de silencio que a D. José le abismaba en diálogo con Cristo. Los que hemos estado cerca de él, nos gusta también saborearlo así.

Ojalá que estos pequeños recuerdos de D. José nos ayuden a vivir hoy a cada uno de nosotros el misterio que la Eucaristía quiere ofrecernos cada día.

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