Conocí a Rivera en Septiembre de 1943, el día de nuestro común ingreso en Comillas. Estaba solo en el frontón. Me acerqué a él y le pregunté: -«¿De dónde eres?». -«De Toledo». -«De allí era el Angel del Alcázar». -«Era mi hermano»… Fuimos condiscípulos en Comillas y Salamanca.
Pepe era de esta generación y corriente de espiritualidad apostólica de la Acción Católica, de la que su hermano Antonio fue el primero de la lista y punta de lanza de un plantel colosal de jóvenes militantes. Pero él era de una calidad excepcional. En él se distinguía inmediatamente el «radicalismo de lo sobrenatural», vivido consciente y explícitamente en todo.
Esta radicalidad sobrenatural se manifestaba ya en Comillas en una intensa y extensa vida de oación, para la que todavía no sé de dónde sacaba el tiempo. Todos sospechábamos que gozaba de una alta vida contemplativa. Desde luego se percibía que vivía en una continua presencia de Dios.
Su ardor apostólico le movía a acercarse en los paseos y recreos a los compañeros que estaban más flojos en su «tono sacerdotal»; y era curios el cambio que se operaba en los que caían bajo su influencia.
Era exquisito en la obediencia. La fidelidad puntual, suavemente rigurosa, en el cumplimiento del «reglamento» del Seminario fue tal, que nunca constaté en él ni la más mínima infracción de la menor disposición. Y todo lo vivía en una profunda obediencia al Padre, a la Iglesia y asus superiores.
Era muy humilde. Jamás hablaba de sí. Hacía las cosas más virtuosas como si no las hiciese. Simplemente «las vivia» y volaba si referirse a sí mismo, ni esperar los aplausos ajenos. Todo obra de Dios y mérito de Cristo…
Era radicalmente libre. De sus labios nunca oí una crítica personal; pero sí quejas de dolor ante la tibieza que lo humano dejaba traslucir en la Iglesia. Ví claramente, cuando hablaba con él, la total y radical independencia de su espíritu a todo lo que no fuera voluntad de Dios.
Tanto en Comillas como en Salamanca, se apreciaba mucho la calidad y la inquietud intelectual y cultural. Rivera ya traía una altura muy superior a la de la mayoría. Pero, para él, todo eso «era pérdida en comparación con el conocimiento de Cristo». Su pasión por la literatura le había llevado a leer, ya en la adolescencia, a Sta. Teresa, S. Juan de la Cruz, Menéndez Pelayo… etc. Nuestro profesor de literatura, el P. Alonso Schökel, se asesoraba con él en ocasiones; pero Pepe jamás alimentó una conversación en la que se pudiese valorar lo cultural por encima o en detrimento de lo sobrenatural.
Conviví con Pepe durante toda nuestra etapa de formación sacerdotal, tanto en Comillas como en Salamanca. Siempre vi en él un seminarista sano, que estimulaba a la santidad. Creyo de veras en el amor de Cristo y vivió sólo para ser santo. Todo porque Cristo quería. Si pepe hubiese muerto en aquellos años, sin dudarlo, yo habría atestiguado que ya vivía santamente.