¡Gracias, Señor, por la vida y el ministerio de D. José!

Confieso que he tenido la tentación de no escribir este testimonio por comodidad, falta de tiempo y precipitación. También porque mi relación con él, quizás no fue tan prolongada en el tiempo como la de algunos de mis compañeros. Ambos factores cuentan. No obstante, pensar y recordarle me han impulsado a hacerlo, llevado por el agradecimiento a su persona mientras estuvo entre nosotros y ahora que lo sigue estando, aunque de otra manera. No es de nadie, es de todos. El Señor nos lo ha regalado a todos. A la Iglesia de Toledo y a la Iglesia de España, reconociendo también su incidencia en otros lugares del mundo.

En el año 1978 ingresé en el Seminario de Toledo por proximidad y, principalmente, por el modo de funcionamiento del mismo. No conocía absolutamente a nadie. Acudí apoyado en la confianza de un sacerdote de Madrid, hoy día muy representativo. No voy a hacer ninguna apologética al respecto del Seminario. Simplemente, destaco que eran años complicados en la Iglesia de España y el peligro vocacional, doctrinal, etc., en algunos seminarios, era más que considerable. De modo general, finalizo diciendo que mereció la pena lo que viví en este lugar.

En concreto, como anécdota, indicaba más arriba, que no conocía a nadie, de ahí que estuviera más abierto a cualquiera que se aproximara en esos momentos. Algunos seminaristas veteranos, muy interesados en la marcha espiritual del seminario, se acercaban a los recién llegados para comentarnos algo del modo de vida, a la vez que, con muy buena intención, pero parcialmente, nos hablaban de los directores espirituales. Recuerdo, perfectamente, a quienes lo hicieron y lo que me dijeron.

La influencia de uno en aquel momento pesó más que la de tres y he de reconocer que fue buena. Recibí mucha ayuda y testimonio de aquel otro sacerdote. Sin embargo, poco más tarde, pude verificar, que muchas de las características que me comentaron los discípulos de D. José sobre él eran ciertas.

Los comentarios sobre los directores espirituales eran frecuentes. Todos, eran cuatro o cinco, estaban nombrados por el Obispo. Por tanto, utilizando un término utilitarista, ofrecían garantía y, además ésta era real.

La vida del seminario discurría en buena línea, casi siempre era más el gozo y la alegría que la duda o, porque no, la tristeza.

Entonces y, por circunstancias, no agradables, D. José recibió, precipitadamente, el encargo urgente de impartir filosofía medieval. Esto era en primero de filosofía. Y aquí comienzo por destacar una cualidad o virtud en su persona que me llamó la atención desde el primer momento. Nada de quejas, ni afán de destacar. Hacía lo que debía y lo mejor que sabía. Por lo menos un alumno, soy yo, seguro que otros también, descubría algo singular y especial en ese sacerdote… No era como los demás y los había buenos y seguro que santos. Singular en el aspecto físico, qué duda cabe, y en el personal. Se entrevelaba en él una pasión diferente, una alegría constante, una sintonía que no es muy de este mundo.

Su figura, después de aquel año no pasó nunca desapercibida en mí. He de añadir que en esta tónica expresada anteriormente, los retiros espirituales que nos predicaba a todos los seminaristas los recibía con expectación. Qué palabras y qué aspectos intensos salían de sus labios: inhabitación de las divinas personas, gracia, dejarse llevar, conversión, humildad, pecado, esperanza… ¡Y los pobres! El fin siempre nítido, aunque la exposición fuera poco metódica; pero no podía ser de otra manera, en alguien  que comunicaba espontáneamente su intensa vivencia.

Perdón por la falta de hilazón.  No es fácil escribir sin interrupciones. Pero, creo que de lo expuesto hasta ahora, se deduce que se va forjando en mí una atracción especial con respecto a su persona.

Y, finalmente, en aquella etapa de seminarista avanzado, la esperada asignatura de gracia y virtudes ¡qué atención, quería retener todo! Y, ¡aprenderlo todo! Pero, faltaba lo esencial a lo que él siempre nos remitía, que era vivirlo. No estudiar de memoria pensando en la calificación. Y no había motivos para el temor. Era muy generoso. En fin, los apegos…

Llega la ordenación sacerdotal. Surgieron en mí los típicos interrogantes: ¿seré fiel a la vocación?; estaba firmemente persuadido de Su llamada,  y además la Iglesia lo había confirmado. Pero, había que pedir la gracia de la perseverancia y de la constancia. En definitiva, había que cuidar el don. Y éste es el momento adecuado, el primer destino. Ya no haría de menos a nadie y podría ‘aprovecharme’ de la entrega total de este sacerdote especial. Le encontraba cuando le buscaba. Se acercaba a mí. Se interesaba por mi modo de vida. Era vocero de Dios. Tenía mucha paciencia. Invitaba a vivir con esperanza. Hablaba con él y salía con paz, con deseos de amor a la gente de la parroquia. Disfrutaba de su magisterio, de su sabiduría… Y, sobre todo, sabía que vivía lo que expresaba, entre otros motivos, porque no presumía de nada, porque no salían de sus labios ni arraigaba en su corazón ninguna crítica, ni acritud, porque todos somos hijos de Dios y hemos sido redimidos por Cristo. D. José se dio por entero al Señor y caminó muy por delante. Se notaba mucho. Nadie lo puede negar, ni creo que lo hayan negado nunca, a lo sumo censurarán la radicalidad de sus planteamientos, pero no, que no viviera lo que decía.

Por tanto aquí paso a considerarme de segunda generación. Traté con él desde el año 1984 hasta su tránsito. Participé en los retiros mensuales, hice ejercicios espirituales y me dirigió espiritualmente. Los efectos son los que he apuntado en el párrafo anterior.

Después, pasé por el sentimiento de orfandad, entiendo que como otros compañeros. Parecía que todo iba a ser diferente. Sin embargo, terminé creyendo que estos eran los planes de Dios. Seguro que anhelaba encontrarse con Dios Trinidad y con María, a quien amaba mucho, aunque no tuviera prisa, porque su deseo era cumplir la voluntad de Dios.

Desde entonces, cada día, le he recordado: ¡Oh Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que tanto has amado a los hombres que nos diste tu misma vida en tu Hijo y el Espíritu Santo, viniendo los tres a morar en nosotros…! Y el recuerdo constante de cómo vivía el sacerdocio y cómo lo vivo yo. Cada día encuentro en él ayuda eficaz. El epitafio de su sepultura es una perfecta síntesis.

Y, no solo eso. En el año 1998 se diagnosticó a mi madre un cáncer avanzado. Cuando los médicos, sin mitigación, lo anunciaron, me quedé hecho añicos. Pero tuve que recomponerme, sobre todo desde la fe y también desde la ciencia. En cuanto a lo segundo me dejé llevar por el protocolo de las seis sesiones agresivas de quimioterapia, operación y una treintena de radioterapia: a ver cómo respondía, la persona que más quiero.

Sin embargo, no fue suficiente el papel de la ciencia. Se necesitaba la gracia del Señor para acometerlo y para crear la disposición necesaria que nos hace saber que somos suyos, que queremos cumplir su voluntad, que él no nos deja, que vela por sus hijos y que sufre en ellos. No dudé en acudir a su intercesión en ‘exclusiva’. Han pasado unos cuantos años, después ha sido intervenida de otro cáncer. Desde el primer momento lo supo y también acudió a D. José. He hablado a otras personas de él y les he invitado a conocerle. Actualmente son unos cuantos de los que yo llamaría de tercera generación.

Se necesitan testigos del amor de Dios y él lo es de modo singular, ya ha comenzado, porque la santidad “es el adorno de tu casa”.

A Él la gloria y la alabanza por lo siglos de los siglos.
  Enrique Conde Vara

  Diócesis de Getafe

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