Santa Iglesia Catedral
Primada el domingo 25 de octubre de 2015
Las virtudes heroicas de don José Rivera nos reúnen en la Catedral en una Misa de acción de gracias por su persona. El que tantos de ustedes han conocido ha sido declarado por el papa Francisco “digno de veneración”. Él ha vivido todas las virtudes evangélicas en grado heroico. Cuando el Señor quiera, don José será proclamado “beato” por la autoridad de la Iglesia y podremos tributar ese culto público que se reserva a los bienaventurados y, más tarde, cuando llegue la canonización, el que reciben los santos. Hay en nosotros una cierta repugnancia a ser considerados “santos”, como san Pablo llamaba a los cristianos de las distintas comunidades. ¿Por qué este rechazo interior? Primero, porque nos conocemos y reconocemos un tanto desalentados que dejamos mucho que desear. Pero, en nuestra más íntima interioridad, la repugnancia puede venir también porque ni hemos entendido del todo que es eso de ser santos. Consideramos con frecuencia que ello no merece la pena; que no nos realiza como personas, ya que se llama santos a gentes sin relieve, aburridos, que se ocupan de actividades que no llenan. ¡Qué enorme equivocación! ¡Qué turbación ha introducido la cultura dominante en nuestra Iglesia!
Los santos son los que conocen a Cristo, han entendido lo que vale la vida que nos ha traído con el Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía, y viven como Él, alimentando su vida por el Evangelio. En principio, santos somos todos los cristianos, si hemos apreciado la perla preciosa de la vida cristiana, el tesoro escondido que se nos da en la Iniciación cristiana y que renovamos constantemente. Eso sí, hay que ser muy lúcidos y saber que donde más nos separamos los cristianos de la cultura que domina nuestra sociedad es en la manera de concebir la vida y de considerar la muerte. Cómo hay que entender la vida está reflejado claramente en vivir nosotros las bienaventuranzas que san Mateo ha reunido al inicio del Sermón de la Montaña. Ser bienaventurado es ser feliz. ¿No queremos ser felices? Pues ahí tenemos una manera muy práctica de serlo. El primer bienaventurado, feliz, es Jesús, porque su vida es cara a Dios y para los demás y por eso es pobre, y manso, y llora, y tiene hambre y sed de justicia, y misericordioso, limpio de corazón, y trabaja por la paz y es perseguido por causa de la justicia.
Don José sabía bien que la santidad es la sustancia de la vida cristiana. Es cierto, porque la idea de que el santo no es un superhombre es exacta, de modo que el santo es un hombre “real”, porque sigue a Dios en Cristo y, en consecuencia, al ideal por el que fue creado su corazón y del que está hecho su destino. Desde un punto de vista ético, todo esto significa “hacer la voluntad” de Dios” en una humanidad que, sin perder su condición humana, experimenta un cambio,…aún” viviendo en la carne ahora, vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí” (Gál 2,20). En efecto, la santidad es el reflejo de la figura del único ser en el que la humanidad ha encontrado perfecto cumplimiento: Jesucristo. Vivir el misterio de la comunión con Dios en Cristo nos enseña a ver las cosas a través de un valor único, gracias al cual todos los juicios y decisiones tienen su origen en una única medida. De esta fuente de profunda riqueza nace una concepción de la vida de gran simplicidad, que tiñe con su luz todas las cosas. Gracias a esto, el yo se siente con y en todas las cosas, incluso cuando está frente a la muerte. Leyendo la vida de don José también se entiende esta única medida. La muerte está redimida, es tránsito hacia la vida. Por consiguiente, no hay nada que callar, no hay nada que temer, nada que eludir artificiosamente. “Yo, ante la muerte, -confiesa el protagonista del Diario de un cura rural de G. Bernanos- no intentaré hacerme el héroe o el estoico. Si tengo miedo diré: tengo miedo; pero se lo diré a Jesucristo”.
El santo es el hombre o la mujer que más aguda y dramáticamente experimenta esta fragilidad natural y también la conciencia del pecado. Ser pecador es el modo existencial que mejor ejemplariza el límite de nuestra libertad, del cual nace la posibilidad del mal, del pecado. San Francisco de Sales decía: “¿Qué hay de extraño en que la debilidad sea débil?”. De modo que solamente la compañía del Hijo de Dios, que ha entrado en la historia junto a “los que el Padre le ha confiado”, puede dar a la vida humana la capacidad de una realización adecuada a su destino. Por eso, en la fisonomía del santo, el amor a Cristo es el comportamiento más respetable y sorprendente, y el sentido de su Presencia es el aspecto más determinante. Me atrevería a decir que, en cierto sentido, lo que el santo desea no es la santidad como perfección, sino la santidad como encuentro, apoyo, adhesión, ensimismamiento con Jesucristo. El encuentro con Cristo le da la certeza de una presencia cuya fuerza lo libera del mal y hace que su libertad sea capaz de hacer el bien. Claro, hermanos, porque la santidad no consiste en el hecho de que el hombre da todo, sino en el hecho de que el Señor toma todo.
El santo no renuncia a algo por Cristo, sino que quiere a Cristo, quiere la llegada de Cristo de modo que su vida se empape visual y formalmente de Él. Tal vez los que habéis conocido personalmente a don José podéis corroborar lo que estoy diciendo. Nada expresa mejor la psicología del santo que lo que dice san Pablo: “Vivo yo, pero no soy yo el que vive, es Cristo el que vive en mí” (Gál 2,20). Por eso dice también el Apóstol: “Todo lo puedo en Aquel que me conforta” (Fil 4,13). Así que la santidad no es no equivocarse, sino intentar continuamente no caer. Podemos decir, pues, que los santos son la demostración de la posibilidad del cristianismo y, por ello, pueden ser guías en un camino hacia la caridad de Dios que, de otro modo, parece imposible recorrer. Habría que citar también las palabras de la Didajé: “Buscad cada día el rostro de los santos y hallad consuelo en sus discursos”. Sabemos muy bien, por otro lado, que ha sido santo aquel o aquella que ha reconocido y ha vivido el misterio de Cristo “en su cuerpo, que es la Iglesia”, según la expresión de san Pablo. Y como el camino de la santidad del cristiano es la edificación de la Iglesia, ella propone ahora a este Venerable para que sea para nosotros “digno de veneración”. No se nos ocurre ahora dar culto a la persona de don José o a sus restos. Guardamos con veneración todo los suyo y pedimos a Dios que pronto sea proclamado “beato” y “santo”.
+ Braulio Rodríguez Plaza
Arzobispo de Toledo
Primado de España